Wednesday, June 28, 2006

Ayer me visitó una de las personas que me son más entrañables. Hicimos de todo, gozamos. Creo que si no hubiera venido hubiera perdido un poco de mi salud mental, quizá también la física, que de por sí no es muy buena. El cansancio, siempre el cansancio. Se fue sólo algunas horas antes de que comenzara a amanecer. Apagué las veladoras que nos alumbraban, y sólo quedó el monólogo en la oscuridad que antecede al sueño. Y a pesar de que todo fue extraodinario, esa voz me dijo que no era suficiente, que nunca sería suficiente. Dí tres vueltas en la cama, me levanté, prendí las luces que brindan la electricidad, ya que las velas quedaron rotas y la cera tallada en el polvo que pisaba. Me vi en el espejo y me desarreglé el cabello, cómo suelo hacerlo siempre que estoy frente al espejo, pero no cesaba el zumbido, a pesar de que la voz ya no tenía nada que decir, sólo mascullaba cada vez más rápido hasta convertirse en un único tono sin color alguno. Quise callarla no bajo el desvanecimiento natural que el cuerpo da a la conciencia, sino por medio de la conciencia misma, lo cuál me restó algunas horas de sueño. Abrí un libro, lo leí sin ni siquiera ver las letras de sus tapas, sólo se que eran de color ambar, y me sentí absorbido por sus palabras. Entonces ví el amanecer y la contemplación del mundo me brindó su sosiego secreto en el cuál pocos creen ya que le atribuyen su propia agitación.

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